lunes, 21 de mayo de 2012

Los Roques





Lo mejor de aquellas vacaciones era que las necesitaba. Catorce meses seguidos desde las últimas habían acabado con su alegría vital. Pura monotonía, de casa a la oficina y de la oficina a casa.

En la oficina, horas de lectura de contratos en su despacho y reuniones explicativas, técnicas, vacías de emociones o sorpresas. Desde que un día, un envalentonado repartidor de correo Jack abordó al presidente para explicarle porque no debía firmar ese contrato que accidentalmente cayó en sus manos, había ascendido como la espuma. De no mirarlo cuando se cruzaba con él, a ser el niño mimado del Presidente. Jack tenía un don especial, leía entre líneas y no había trampa oculta o artimaña legal que se le escapara. Hoy en día no se firmaba documento alguno que Jack no hubiera verificado

En casa, más trabajo. Hacerse la cena, arreglar las luces del baño, planchar camisas que ayer lavó,... Su ocio se reducía a sentarse con los pies en alto y el cenicero a mano, delante de una televisión que odiaba. Una televisión que le mostraba lo despreciable que era la gente que en ella aparecía y, aun más, lo estúpida que era la gente que en ella creía. Ex-mujeres de toreros o ladrones convictos alzados por las audiencias a la categoría de profetas. Chóferes y niñeras famosos por contar promiscuidades, en su mayoría inventadas, de quien les pagaba. Presidentes de países que se creían semidioses y chillaban revolución contra el imperialismo con un puño levantado mientras en la otra mano sostenían la Coca-cola que se estaban tomando. Presentadores que explicaban noticias con total convicción pese a saber que eran falsedades difundidas por alguna mano oculta para que subieran o bajaran tales acciones. Concursos amañados en que, llamando al módico precio de nosecuantos euros por minuto, podías ver como te mantenían en espera hasta que decidías colgar con cara de tonto por haber creído en su honestidad.

Mirara para donde mirara, tanto en su trabajo como en su vida, se veía buscando mentiras, falsedades, engaños. Debía salir de aquel círculo vicioso, y qué mejor que un velero, de no mas de los 6 metros que le permitía su licencia, provisiones suficientes, un buen fajo de dólares y, sobretodo, mucho mar y mucho tiempo por delante

De aquellas vacaciones esperaba encontrarse a si mismo, recuperar ese equilibrio que el exceso de trabajo y las tensiones familiares le habían arrebatado. Navegar le gustaba, pero hacerlo sin rumbo fijo, sin prisas, sólo parando cuando los vientos así lo quisieran, era apasionante. Amaba aquella soledad. Lo único que le podía comunicar con el resto de la humanidad era la radio, por la que en ocasiones oía ruidos semejantes a voces humanas pero a los que no prestaba la mas mínima atención y un teléfono por satélite que era tan solo una medida de seguridad. No tenía intención de utilizarlo nunca y permanecía guardado en su caja detrás de los botes de melocotón en almíbar y de atún en aceite.

Veintidós días de travesía sin rumbo fijo lo habían acercado a costas caribeñas. Después de tantos días perdido en medio del océano, era agradable ver de nuevo islas, vegetación incluso tráfico de barcos, pero también era más peligroso. Un despiste y podía encontrarse clavado en un banco de arena o aplastado contra algún atolón, o lo que era peor, arrollado por un petrolero mientras dormía. Así que debería fondear en algún sitio seguro a pasar la noche. Por primera vez en tres semanas tubo que coger el timón y darle un rumbo, pero…¿a dónde ir? Aquella zona del mundo estaba plagada de islas paradisíacas repletas de complejos hoteleros de los de caipirinha en la piscina y langosta de aguas calientes para almorzar. Y eso no se correspondía con el plan de viaje de Jack. Así que buscó en las cartas marinas algo que llamara su atención, algo que le dijera “ven hasta aquí”. En las cartas buscaba algo que no sabía lo que era. Una forma sugerente de algún bajío, o quizás un pico que sobresaliera mas que los de alrededor, y miró y miró hasta que un nombre llamó su atención. Los Roques. Esa era la señal que buscaba. Sus dos modelos de toda la vida, unidos en el nombre de unas islas. Rocky Balboa, su ídolo de ficción, el que se sobreponía a toda serie de golpes bajos, el que siempre iba de frente sin miedo a lo que pudiera pasar, el valiente al que desearía parecerse, y Rockefeller, su ídolo real, el millonario que amasó su fortuna gracias a su inteligencia, el mago de los negocios al que nunca nadie podía engañar ni timar, el astuto al que intentaba imitar. Dos hombres solitarios, de éxito, valientes e inteligentes. Como Jack soñaba ser.

El destino estaba escogido, el rumbo tomado, y la seguridad de que algo superior había puesto aquel paraje en su camino. Si se apurara podría llegar antes del anochecer pero la escasez del viento lo retrasó. Se aproximó a esas costas ya noche cerrada. Algunas balizas marcaban por donde no debía pasar pero no conocía aquellos mares, no sabía qué bancos de arena esquivar y cuales podían ser cruzados. Así que decidió fondear y descansar. Lanzado el ancla, se dio el baño nocturno que tanto le relajaba en aquellas aguas cálidas y especialmente saladas, se duchó con agua dulce frotando bien para sacarse todo el salitre y se tumbó en su camarote a esperar la llegada del sueño. Cuando cayó en los brazos de Morfeo, lo hizo tan profundamente que no oyó el sonido de la motora al acercarse, ni el de hombres armados abordando su yate, ni siquiera el del pomo de su camarote al abrir.

En apenas dos minutos se encontró nadando para salvar su vida. Con la única compañía del sonido de una motora alejándose entre chillidos de jubilo de sus tripulantes, mientras remolcaba un yate, su yate, para desguazarlo en cualquier playa desierta y vender sus piezas por una ínfima parte de lo que costaban en realidad.

Faltaban unas horas aun para el amanecer y debía sobrevivir a la noche. Con luz vería alguna de las miles de islitas que le rodeaban pero en una noche sin luna como aquella, nadar era tontería. ¿Hacia donde hacerlo? Así que se concentro en flotar, simplemente flotar y esperar.

Y en esa espera, encontró lo que buscaba. Se encontró a si mismo. Se dio cuenta que ya no quería seguir leyendo contratos de otros, que ya no quería seguir amasando fortuna para gastarla en una casa más grande que nunca sería un hogar, o en comprar una televisión de más pulgadas que le asquearía mirar. Allí, en medio de un mar poblado de islas ocultas por la noche, descubrió que tan solo deseaba una cosa que hasta entonces no había hecho. Vivir. Y tan pronto vislumbró su deseo, amaneció. Amaneció un nuevo día, pero también su nueva vida. Amaneció desprovisto de todo bien material, sin barco, ni maleta, sin su fajo de dolares ni su teléfono por satélite que escondía tras los botes de melocotón en almíbar y de atún en aceite. Amaneció en una playa de fina arena, en otro mar, en otro cielo, en otro país. Amaneció convertido en otra persona, con otra vida. Una vida que deseaba probar, que deseaba sentir. Una vida que deseaba……vivir.




                                                                                     Yago Welles, 20/4/2011


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