sábado, 19 de mayo de 2012

Amanecer en el lago





Sentado en la piedra tomó la decisión. Se sentía bien, seguro, confiando que acabaría con sus lamentos.
Tras meses solo, su única compañía era el mar, el sol, el viento, la playa… Esos eran sus amigos. Y como tales estaban allí en su despedida.
El sol calentándole casi tanto como su contacto. La brisa marina erizándole el vello tal que caricia suya. Y el mar bravo. Un mar que era como su amor por ella. Inmenso, profundo, eterno.
El dolor de su ausencia se le hacía insoportable. Vivir de recuerdos no era posible ya. Dos años debía ser suficiente para asumir que ella ya no volvería pero aun así, él se resistía a creerlo. Sabía que debía marchar pero no podía, más bien no quería irse sin dejarle un mensaje que nunca recibiría.
¿Dónde lo dejaría? Que mejor sitio que en la arena. Su arena. Aquella que fue su cómplice nocturna. La que les había proporcionado refugio, intimidad. La arena en que tantos abrazos  se dieron y que tantos secretos suyos conocía. Que fue testigo de su amor y ahora sería lienzo de su mensaje. Un mensaje que recogería la primera ola que llegase para que su amigo el mar se encargara de repartirlo por todas las otras playas, los puertos, las rocas. Que lo llevara a todos los rincones del mundo, para que ella, estuviera donde estuviera, nunca olvidara que él…… la quería.

                                                                                Yago Welles, 2/10/2007



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