sábado, 19 de mayo de 2012

El pétalo de la margarita




El día fue como tantos otros. Jack tenía la habilidad de desconectar su cerebro durante el penoso descenso a los 137 metros bajo tierra y no pensar en nada, no preocuparse por nada, hasta que volvía a conectarlo en el esperado ascenso hacia el aire limpio, casi doce horas después.  Jack no sufría, Jack no maldecía cada segundo que pasaba bajo tierra, tan solo picaba, empujaba y amontonaba, del resto de funciones vitales, respirar, ver, beber, etc... se ocupaba el piloto automático que traemos de serie al nacer.
Y esa habilidad era la envidia entre sus compañeros. Hacía la vida bajo tierra muuuuucho mas sencilla.

El trabajo en la mina siempre fue duro. Turnos de 12 horas soportando olores concentrados de sudores de frentes de cientos de obreros, humedades tan densas que se podrían embotellar, una luz tan tenue que apenas marcaba caminos pero que se volvía inútil si de leer un texto se trataba, y muerte, mucha muerte. Muerte de compañeros que fallecieron en derrumbes, de raíces de árboles que equivocaron su dirección y de murciélagos que se descomponían por los rincones. Por ello fue tan sorprendente el descubrimiento de Jack.

Su turno acababa de empezar y se dirigía a su puesto, al final de la segunda galería. A medio camino algo en el suelo reclamó su atención. Un pétalo de margarita. Algo común en el exterior pero totalmente impropio de la profundidad a la que se encontraba.

Un pétalo blanco, que en aquél ambiente tan sombrío, tan sumido en la negrura, tan apagado, deslumbraba como un sol. Un pétalo delicado que desentonaba sobremanera con ese entorno de hombres rudos, con callos en las manos y cicatrices de heridas mal curadas por todo el cuerpo. Un pétalo fresco, oloroso, aromático, que aparecía como una fuente de aire limpio entre los olores a grasa de matillos neumáticos, de camisas empapadas por los sobacos, de orines secándose por los rincones.

Jack lo recogió con suma delicadeza evitando se deshiciera entre sus manos. Sujetándolo por los lados para que la carbonilla de sus dedos no corrompieran aquella perfección de color. Lo olió con suavidad, como si temiera acabar con el poco aroma que aun emanaba. Y lo miró con ojos entrecerrados para no deslumbrarse de tanta blancura.

Y Jack, sin saber como, rompiendo sus reglas, contraviniendo sus costumbres, se descubrió pensando. Si, tras 12 años de mina, volvió a tener activo su cerebro bajo tierra. Aquél simple pétalo le despertó de un sopor de años. Su cabeza voló a las tierras de su imaginación, de sus sueños. Cerró los ojos y pudo verse a si mismo, con una margarita en sus manos y arrancándole pétalo tras pétalo mientras recitaba…Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere,….y acabando en un SI, ME QUIERE. Ilusionado. Soñador. Radiante.

Imaginó como seria el resto de la flor, como serían sus otros hermanos pétalos. ¿Serían igual de perfectos? Intento vislumbrar qué tonalidad de amarillo tendría su parte central, quién la habría recogido del campo y a quién se la habría regalado. Empezó al leer sobre flores, a visitar invernaderos, a hablar con criadores. Recopilando toda la información que podía para completar aquél maravilloso puzzle.

 Y a partir de entonces, al bajar a la mina, su cerebro, en vez de desconectarse, le trasportaba al mundo de las flores, donde todo era frescura, color, pureza, perfume. Y las horas le volaban mientras se veía, se imaginaba, se soñaba, tumbado en un prado verde plagado de margaritas al lado de su amada, esa amada que la margarita vaticinó que SI, LE QUERIA
Y esa habilidad se convirtió en la envidia entre sus compañeros. Hacía la vida bajo tierra muuuuucho mas feliz.

Y aquél simple pétalo de aquella simple flor en aquella simple mina, le devolvió la vida.


                                                                      Yago Welles, 12/4/2011



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