lunes, 21 de mayo de 2012

Arco Iris Lunar







Cuando el taxi paró en aquél desierto, frente a un mal cruce de carretera con camino de tierra y nos dijo: “Por ahí, caminando a unos diez minutos” creímos que bromeaba. ¿Las idílicas vacaciones que nos habían regalado eran en aquél paraje inhóspito? Más bien daba la sensación que el taxista quería gastarnos una broma pesada, o simplemente era un sádico que quería abandonarnos a los lobos, pero las instrucciones que nos dieron nuestros amigos al despedirnos fueron claras y concisas. “Dejaros guiar por el taxista”. Así que, sumisos y medio asustados, bajamos del coche, recogimos nuestras mochilas y emprendimos el trayecto a pie de… ¿diez minutos?

Habrían sido diez minutos de no ser porque el camino hacía años que no se había desbrozado. Los matojos, zarzas, ortigas y demás que lo poblaban nos retrasaban, eso sin contar con los bonitos zapatos de tacón granates de Gia….El camino se adentró en un despoblado bosque, serpenteó por la orilla de un riachuelo casi seco y lo cruzó aprovechando unas losas de piedras grandes estratégicamente colocadas en un vado del cauce. Después se empinaba para escalar la única loma que se veía por los alrededores. Casi media hora después de abandonar el taxi, llegamos a la cima de la loma. A nuestra espalda quedaba el paisaje desértico, frente a nosotros, una enorme pradera con una diminuta… ¿casa? NO. A aquello no se le podía denominar así. Como mucho podría decirse cabaña, pero ni eso, era como un montón de troncos apilados. ¿Qué broma era aquella? Exasperado, agarré mi teléfono aun sin saber a quién llamar para que nos rescatara de aquélla pesadilla. Mi enojo duro poco, lo preciso para comprobar que no había cobertura. Estábamos atrapados allí. No había a quien chillar, ni con quien discutir, así que lo mejor era resignarse y disponerse a sobrevivir una semana en aquel lugar. El taxi sería nuestra única salida de aquél agujero y hasta dentro de 7 días no volvería… si volvía…

Con sumo cuidado, Jack giró el pomo de madera de la cabaña, con un miedo atroz empujó la puerta temiendo oír algún crujir que indicase que se le desplomaba la cabaña encima. No ocurrió nada. Lo que sus ojos veían parecía sacado de alguna comedia pastoril de principios de siglo XX. Una pequeña chimenea presidía la pared del fondo. A la derecha, solo había una antiquísima cocina de leña, una pequeña alacena, dos escobas y unos cubos vacíos en el suelo. A la izquierda un jergón con varios cojines de cuadros por encima y dos mecedoras arrimadas contra la pared de entrada, un armarito con candado que guardaba una escopeta con su munición, una caña de pescar, una caja de herramientas, un hacha y dos chubasqueros enormes., y en el centro, un quinqué coronaba una sólida mesa de madera y dos sillas, no tan sólidas. Todo viejo, pero al menos estaba limpio.

Un suspiro de alivio se nos escapó al abrir la alacena y comprobar que estaba llena de alimentos básicos. Arroz, harina, azúcar, sal, un saco grande de patatas y latas de garbanzos, judías y lentejas…y una ristra de chorizos que colgaban de un lateral.

Gia y yo nos miramos y una carcajada se nos escapó. Nuestros amigos se habían superado. Ni TV, ni teléfonos, ni WIFI, ni siquiera electricidad.

La cabaña por fuera tampoco descubrió grandes secretos. Una leñera vacía, un porche cubierto y una hamaca atada entre dos grandes robles frente a la casa. Estaba visto que si querían fuego tendrían que cortar leña, que si querían agua, tendrían que ir a buscarla al riachuelo, que si querían carne….tendrían q cazarla. No era el hotel de lujo que nos esperábamos pero por una semana así podría ser divertido.

Así que nos pusimos manos a la obra. Lo primero y más urgente era aprovisionarnos de agua y encender el fuego, así que Gia cogió un cubo y yo un hacha. Un par de horas después, sudorosos contemplábamos el fuego con satisfacción del trabajo bien hecho. La leñera estaba llena y teníamos tres cubos llenos de agua. Uno para limpiar, el otro para asearnos nosotros y el tercero con agua limpia para cocinar. Pusimos en marcha la cocina y preparamos unas apetitosas lentejas con chorizo para comer que apenas duraron cinco minutos en el plato. Y después…. ¿que teníamos que hacer después? Puessss… poco más había para hacer. Mañana quizás intentaríamos cazar o pescar algo, pero enseguida caería la noche y más valía quedarnos en la cabaña. Así que sacamos las mecedoras al porche y nos sentamos a esperar la noche.

No hicimos nada, o si. Descubrimos que pararte y respirar te permite mirar a tu alrededor y ver todas aquellas cosas que normalmente no ves. Ese majestuoso vuelo de un águila sobrevolando al acecho de alguna liebre confiada. Ese clavo de la barandilla que más vale que clave antes de que nos enganchemos en él. Los revoloteos de una mariposa eligiendo flor sobre la que posarse. El orden de las hormigas de vuelta a su hormiguero. La sonrisa de Gia pensando en no se sabe qué, quizás en lo apetitoso que debe ser una siesta en la hamaca esa o en si atreverse a pedirme o no que le monte un tendedero. A veces para descubrir no hay nada más sencillo que empezar por el principio, por mirar. Y eso es lo que estábamos haciendo. Mirando. Viendo cosas que sabíamos que estaban ahí pero que como que habíamos olvidado.

Hablamos, no de celulares, ni facturas, ni trabajos, hablamos de lo dulce del trinar de los pájaros, de lo lejano que estaba el riachuelo, de si ponerle sal o no a las truchas o de si nos atreveríamos a despellejar una liebre en caso de cazarla,…. Volvimos a sonreír como hacia tiempo que no lo hacíamos. Desapareció el stress y como por arte de magia, volvieron nuestras ganas de amarnos, así que entramos en la casa y durante un largo rato, disfrutamos el amor en aquél jergón. Cuando acabamos, la oscuridad nos envolvía. Había llegado la noche sin que nos diéramos cuenta y con ella, la mayor sorpresa que nos tenía reservada aquella casucha. Un maravilloso arco iris lunar se dibujaba sobre la pradera a modo de regalo de bienvenida.

Y nos abrazamos en el porche a mirarlo. Juntos, felices, tranquilos de que ningún riiiiing o toc-toc o buaaaaa rompería aquél instante. El arco iris parecía proteger de la noche la luz que albergaba en su interior. Como nosotros, que por muy oscuras que se nos pusieran las cosas, manteníamos dentro de nosotros la única luz que necesitamos para vivir, la de nuestro amor.

Aquella cabaña nos descubrió que no precisamos demasiadas cosas, ni grandes lujos, ni avances tecnológicos. Podemos estar sin teléfono, pero no sin agua, podemos estar sin ordenador, pero no sin comida, podemos estar sin electricidad, pero no sin luz.

Y mi luz eres tú.


                                                                             Yago Welles, 11/7/2011


No hay comentarios:

Publicar un comentario