Lo mejor de
aquellas vacaciones era que las necesitaba. Catorce meses seguidos desde las
últimas habían acabado con su alegría vital. Pura monotonía, de casa a la
oficina y de la oficina a casa.
En la oficina,
horas de lectura de contratos en su despacho y reuniones explicativas,
técnicas, vacías de emociones o sorpresas. Desde que un día, un envalentonado
repartidor de correo Jack abordó al presidente para explicarle porque no debía
firmar ese contrato que accidentalmente cayó en sus manos, había ascendido como
la espuma. De no mirarlo cuando se cruzaba con él, a ser el niño mimado del
Presidente. Jack tenía un don especial, leía entre líneas y no había trampa
oculta o artimaña legal que se le escapara. Hoy en día no se firmaba documento
alguno que Jack no hubiera verificado
En casa, más
trabajo. Hacerse la cena, arreglar las luces del baño, planchar camisas que
ayer lavó,... Su ocio se reducía a sentarse con los pies en alto y el cenicero
a mano, delante de una televisión que odiaba. Una televisión que le mostraba lo
despreciable que era la gente que en ella aparecía y, aun más, lo estúpida que
era la gente que en ella creía. Ex-mujeres de toreros o ladrones convictos
alzados por las audiencias a la categoría de profetas. Chóferes y niñeras
famosos por contar promiscuidades, en su mayoría inventadas, de quien les
pagaba. Presidentes de países que se creían semidioses y chillaban revolución
contra el imperialismo con un puño levantado mientras en la otra mano sostenían
la Coca-cola que se estaban tomando. Presentadores que explicaban noticias con
total convicción pese a saber que eran falsedades difundidas por alguna mano
oculta para que subieran o bajaran tales acciones. Concursos amañados en que,
llamando al módico precio de nosecuantos euros por minuto, podías ver como te
mantenían en espera hasta que decidías colgar con cara de tonto por haber
creído en su honestidad.
Mirara para donde
mirara, tanto en su trabajo como en su vida, se veía buscando mentiras,
falsedades, engaños. Debía salir de aquel círculo vicioso, y qué mejor que un
velero, de no mas de los 6 metros que le permitía su licencia, provisiones
suficientes, un buen fajo de dólares y, sobretodo, mucho mar y mucho tiempo por
delante
De aquellas
vacaciones esperaba encontrarse a si mismo, recuperar ese equilibrio que el
exceso de trabajo y las tensiones familiares le habían arrebatado. Navegar le
gustaba, pero hacerlo sin rumbo fijo, sin prisas, sólo parando cuando los
vientos así lo quisieran, era apasionante. Amaba aquella soledad. Lo único que
le podía comunicar con el resto de la humanidad era la radio, por la que en
ocasiones oía ruidos semejantes a voces humanas pero a los que no prestaba la
mas mínima atención y un teléfono por satélite que era tan solo una medida de
seguridad. No tenía intención de utilizarlo nunca y permanecía guardado en su
caja detrás de los botes de melocotón en almíbar y de atún en aceite.
Veintidós días de
travesía sin rumbo fijo lo habían acercado a costas caribeñas. Después de
tantos días perdido en medio del océano, era agradable ver de nuevo islas,
vegetación incluso tráfico de barcos, pero también era más peligroso. Un
despiste y podía encontrarse clavado en un banco de arena o aplastado contra
algún atolón, o lo que era peor, arrollado por un petrolero mientras dormía.
Así que debería fondear en algún sitio seguro a pasar la noche. Por primera vez
en tres semanas tubo que coger el timón y darle un rumbo, pero…¿a dónde ir?
Aquella zona del mundo estaba plagada de islas paradisíacas repletas de
complejos hoteleros de los de caipirinha en la piscina y langosta de aguas
calientes para almorzar. Y eso no se correspondía con el plan de viaje de Jack.
Así que buscó en las cartas marinas algo que llamara su atención, algo que le
dijera “ven hasta aquí”. En las cartas buscaba algo que no sabía lo que era.
Una forma sugerente de algún bajío, o quizás un pico que sobresaliera mas que
los de alrededor, y miró y miró hasta que un nombre llamó su atención. Los
Roques. Esa era la señal que buscaba. Sus dos modelos de toda la vida, unidos
en el nombre de unas islas. Rocky Balboa, su ídolo de ficción, el que se
sobreponía a toda serie de golpes bajos, el que siempre iba de frente sin miedo
a lo que pudiera pasar, el valiente al que desearía parecerse, y Rockefeller,
su ídolo real, el millonario que amasó su fortuna gracias a su inteligencia, el
mago de los negocios al que nunca nadie podía engañar ni timar, el astuto al
que intentaba imitar. Dos hombres solitarios, de éxito, valientes e
inteligentes. Como Jack soñaba ser.
El destino estaba
escogido, el rumbo tomado, y la seguridad de que algo superior había puesto
aquel paraje en su camino. Si se apurara podría llegar antes del anochecer pero
la escasez del viento lo retrasó. Se aproximó a esas costas ya noche cerrada.
Algunas balizas marcaban por donde no debía pasar pero no conocía aquellos
mares, no sabía qué bancos de arena esquivar y cuales podían ser cruzados. Así
que decidió fondear y descansar. Lanzado el ancla, se dio el baño nocturno que
tanto le relajaba en aquellas aguas cálidas y especialmente saladas, se duchó
con agua dulce frotando bien para sacarse todo el salitre y se tumbó en su
camarote a esperar la llegada del sueño. Cuando cayó en los brazos de Morfeo,
lo hizo tan profundamente que no oyó el sonido de la motora al acercarse, ni el
de hombres armados abordando su yate, ni siquiera el del pomo de su camarote al
abrir.
En apenas dos
minutos se encontró nadando para salvar su vida. Con la única compañía del
sonido de una motora alejándose entre chillidos de jubilo de sus tripulantes,
mientras remolcaba un yate, su yate, para desguazarlo en cualquier playa
desierta y vender sus piezas por una ínfima parte de lo que costaban en
realidad.
Faltaban unas
horas aun para el amanecer y debía sobrevivir a la noche. Con luz vería alguna
de las miles de islitas que le rodeaban pero en una noche sin luna como
aquella, nadar era tontería. ¿Hacia donde hacerlo? Así que se concentro en
flotar, simplemente flotar y esperar.
Y en esa espera,
encontró lo que buscaba. Se encontró a si mismo. Se dio cuenta que ya no quería
seguir leyendo contratos de otros, que ya no quería seguir amasando fortuna
para gastarla en una casa más grande que nunca sería un hogar, o en comprar una
televisión de más pulgadas que le asquearía mirar. Allí, en medio de un mar
poblado de islas ocultas por la noche, descubrió que tan solo deseaba una cosa
que hasta entonces no había hecho. Vivir. Y tan pronto vislumbró su deseo,
amaneció. Amaneció un nuevo día, pero también su nueva vida. Amaneció
desprovisto de todo bien material, sin barco, ni maleta, sin su fajo de dolares
ni su teléfono por satélite que escondía tras los botes de melocotón en almíbar
y de atún en aceite. Amaneció en una playa de fina arena, en otro mar, en otro
cielo, en otro país. Amaneció convertido en otra persona, con otra vida. Una
vida que deseaba probar, que deseaba sentir. Una vida que deseaba……vivir.
Yago Welles, 20/4/2011
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