La primavera
despuntaba. Se había retrasado. Y cuanto.
El sol radiante
había elevado los termómetros hasta los 9 grados.
Cansados de varios
meses bajo cero y deseosos de ver algo mas que los ojos vidriosos y las narices
coloradas que asomaban entre gorros y bufandas, la muchachada pasó buena parte
de la mañana rebuscando en sus baúles y armarios para recuperar las mangas
cortas y las sandalias.
Aquél domingo se
inauguraba la temporada de baño en el fiordo y la mayoría de los chicos
intentarían lucirse delante de las alumnas de la escuela femenina. Pocos
osarían adentrarse en las gélidas aguas recién nacidas del deshielo. La mayoría
de ellos se conformaría con poder ver de cerca y sin impedimentos los pómulos,
los cuellos, las manos que sus amadas mostraban por primera vez en el año.
Suri y Kendo
estaban dichosos. Después de meses cruzándose de camino a sus respectivas
escuelas, de meses de miradas furtivas entre nieves y hielos, de meses en que
no se podían encontrar tras las clases sin morir congelados en el intento,
podían dejar de imaginarse, podían verse, podían sentarse en el embarcadero,
descalzos, con las mejillas rosadas más de la emoción que de los rayos solares.
Sentarse y mirar.
Mirar como se
deshacía el hielo, como se derretía la nieve.
Sentir como se
deshacían sus dudas, como se derretían sus corazones.
Yago Welles, 3/10/2007
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